La relectura de obras clásicas es una magnifica oportunidad para comprender la profundidad de su texto porque no hablan solo de su tiempo, sino de la condición humana.
Alicia en el Pais de las Maravillas, la obra inmortal de Lewis Carroll es una de ellas.
Detrás de su aparente historia infantil se esconde una parábola sobre el desconcierto, la pérdida de referencias y la búsqueda de identidad.
Más de siglo y medio después de su publicación, la España actual podría reconocerse en ese mismo espejo.
Un país que cae sin control por la madriguera del absurdo, tratando de mantener la cordura mientras el mundo que lo rodea cambia a una velocidad imposible de entender.
Alicia cae por el agujero del conejo sin saber a dónde va. No entiende las normas del nuevo mundo, las palabras cambian de sentido y las reglas se reinventan a cada paso.
Hoy, los españoles vivimos algo parecido.
Nos movemos en una sociedad hiperconectada pero desorientada, en la que la información abunda pero la verdad escasea. Los discursos políticos se contradicen, las promesas se diluyen y las certezas se vuelven volátiles.
España parece atrapada en un bucleo de crisis: la económica, la institucional, la generacional.
Cada una deja tras de sí un nuevo suelo que se desmorona, y la sensación colectiva es la de estar cayendo, sin saber si al final del túnel hay salida o más oscuridad.
Como Alicia, intentamos mantener la compostura, repetir que todo “tiene sentido”, cuando en realidad sospechamos que nada lo tiene.
Carroll construyó un universo gobernado por la lógica del absurdo. Los personajes de su obra —el Sombrerero Loco, la Reina de Corazones, el Gato de Cheshire— representan un poder arbitrario, que exige obediencia sin coherencia.
En ellos podemos ver un reflejo inquietante de nuestra propia realidad.
Estructuras políticas que se perpetúan en el ruido, debates que giran en bucle, instituciones que se sostienen más en el espectáculo que en la razón.
En la España contemporánea, el sinsentido ha dejado de ser una anomalía para convertirse en sistema.
Se legisla a golpe de titular, se gobierna en modo campaña electoral permanente, y la ciudadanía se ve obligada a interpretar cada día un nuevo lenguaje
La desconfianza, la ironía y el cansancio se han instalado como actitudes de supervivencia.
Y quizá, como en El Pais de las Maravillas, el problema no sea que todo esté al revés, sino que ya no recordamos cómo era cuando estaba al derecho.
Uno de los temas centrales de Alicia en el país de las maravillas es la identidad.
Alicia cambia de tamaño, se confunde, se pregunta quién es. En la España actual, la pregunta es la misma, pero a escala colectiva: ¿quiénes somos?
Entre la modernidad tecnológica y la nostalgia del pasado, entre la unidad y la diversidad, entre la globalización y la precariedad, el país busca un relato común que parece haberse evaporado.
Las generaciones más jóvenes, en particular, viven esa confusión en carne propia.
Trabajan en condiciones inestables, habitan una cultura digital que no ofrece certezas y cargan con la frustración de haber heredado un país que les promete menos de lo que prometió a sus padres.
Como Alicia, se mueven entre mundos que no comprenden del todo, tratando de encontrar un lugar propio en medio del caos.
El final del cuento es una invitación al despertar.
Alicia abre los ojos y comprende que el viaje, por más extraño que haya sido, le ha servido para conocerse a sí misma.
Quizá el ciudadano necesite un gesto similar: un despertar cívico que rompa con la resignación y la costumbre del absurdo.
Despertar no significa negar la complejidad del presente, sino afrontarla con lucidez.
Significa cuestionar la incoherencia cuando se disfraza de normalidad, exigir sentido a quienes nos gobiernan y recuperar la curiosidad que mueve a Alicia a seguir preguntando.
Porque si algo enseña Carroll es que la verdadera locura no está en quien duda, sino en quien acepta el sinsentido sin rechistar
Sus personajes caricaturescos nos recuerdan a los nuestros: líderes que gritan “¡que les corten la cabeza!” en versión mediática, debates que se agotan en el absurdo, ciudadanos que corren sin moverse del sitio.
Pero también nos recuerda algo más profundo: la capacidad humana de imaginar otros mundos posibles.
El reto de nuestro tiempo quizás sea aprender a mirar ese espejo sin miedo.
Pero tal vez descubramos que nuestro país no es un lugar del que escapar, sino de nuestra capacidad como ciudadanos para modificarlo.
Y entrar en nuestro propio agujero.
La urna.
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