Cada día me despierto con las mismas terribles noticias.
Gaza arde, Ucrania resiste, y el mundo parece acostumbrarse a que la muerte se repita como un eco interminable.
Las cifras de muertos se leen en los titulares como si fueran datos de mercado, y sin embargo detrás de cada número hay un rostro, una voz, una historia que se apagó.
No soy analista, ni político.
El 29 de noviembre de 1947, la ONU propuso la partición del Mandato Británico de Palestina , en ese momento vigente, para su transformación en dos Estados, judío y árabe, con Jerusalén bajo un régimen internacional especial.
La no aceptación de dicha resolución, no vinculante, tantos años después, es el origen del conflicto.
La consideración por parte de Putin, de que la posible integración de Ucrania en la OTAN, conllevaba un riesgo para su geopolítica, desató la invasión.
Soy simplemente un ciudadano que mira estas tragedias desde su casa y siente que algo en nosotros se está rompiendo.
Cuando veo las imágenes de niños corriendo entre escombros, de madres llorando a sus hijos, de hambre y dolor , me pregunto en qué momento hemos dejado de sentir, hemos dejado de vivir, hemos dejado de ser humanos.
Las autoridades hablan de operaciones militares, de victorias estratégicas, de daños colaterales, de geopolítica, de intereses económicos.
Escucho esas palabras y solo pienso en el vacío que esconden.
Las guerras siguen su curso mientras las discusiones políticas se estancan.
La humanidad, la compasión, parecen ausentes en las mesas donde se toman las decisiones.
Escribo porque me niego a aceptar que la violencia sea el destino inevitable de nuestra especie.
Creo en el poder de la gente común.
En quienes ayudan sin cámaras ni micrófonos, en quienes rescatan, curan, alimentan.
En quienes se niegan a odiar.
Tal vez no podamos detener las bombas ni reescribir tratados, pero podemos resistir de otra manera.
Negándonos a normalizar la muerte, exigiendo que los líderes busquen soluciones que prioricen la vida sobre el poder, y manteniendo viva la indignación frente a la injusticia.
Y que esas soluciones lleguen, no solo para normalizar el presente sino para asegurar el futuro.
Quiero pensar que todavía somos capaces de construir puentes en medio del dolor, de tender la mano en lugar de empuñar el arma.
Confío en que, pese a todo, la humanidad tiene la fuerza de romper este ciclo.
No en los despachos oficiales, sino en las calles, en las escuelas, en cada pequeño acto de empatía que hacemos cada día.
Si alguien lee estas líneas, que las lea como una invitación.
Una invitación a no rendirse, a seguir creyendo que otro mundo es posible.
Cada persona que muere en Gaza o en Ucrania es parte de nuestra gran familia humana.
No dejemos que el ruido de la guerra nos haga olvidar eso.
Porque si lo olvidamos, si lo asumimos, si lo obviamos.......
Es que, también estamos muertos.
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